Lo tenía todo listo. Y no desde aquel día en que finalmente ya era un hecho que te iba a ver, sino desde el día en que supe de tu existencia... pasando por el día en que te escribí, el día en que recibí tu respuesta, el día en que te conocí, el día en que tuvimos nuestra primera conversación, y claro, el día en que finalmente acepté que comenzaba a sentir algo más por ti.
Pensé en todo: comenzando por ti, con tus lindos ojos rodeados por esas finas cejas que parecen ser trazadas en el más hermoso de los lienzos; con tu nariz cuya punta quise besar, pero no podría, por riesgo a estremecerme sin cesar; con tu boca, que eventualmente tampoco me atrevería a tocar; con tu pelo que se desvanece como la más apaciguante de las cascadas y que cae hasta tus hombros que llegaría a rozar -aún con tu consentimiento- con mucha timidez.
Me preparé. Elaboré los diálogos que te diría, repasé mis líneas, sequé mis manos llenas de nerviosismo, articulé frente al espejo tratando de mejorar mi dicción, ensayé mi mirada, revisé mi vocabulario, me arreglé con la ropa que creí adecuada para la ocasión, cuidé el más mínimo detalle en mi cabello, en mi cara, en mis modales, en mis movimientos más desapercibidos; pensé en darte ese abrazo "de los que le das a las personas que quieres mucho"; analicé la posibilidad de besarte en la punta de la nariz; quizás podría tomar tu mano, quizás debía mostrarte todo mi cariño, quizás sólo lo que fuese necesario (¿cuánto es lo necesario si te quiero regalar todo?); pensé en contener la emoción y mostrarme serio y tranquilo. Consideré el mencionarte que todo allá afuera me recuerda a ti, que miles de canciones son perfectas para ti, que no basta un poema para concentrar tu esencia, que sufro cuando pienso que a mi lado faltas tú. Reflexioné en todo. En hablarte de Europa como una posibilidad, en qué tan conveniente podría ser comenzar a soñar... Pensé en cualquier escenario posible y en cómo lo debería manejar. Todo tenía que ser perfecto y suponíase debía tenerlo bajo control para ese momento.
Pero algo pasó: te vi. Y entonces olvidé el guión, perdí improvisación, mis manos sudaron de nuevo, mi lengua se trabó, bajé la mirada al suelo, mi cerebro se paralizó, mis labios se resecaron, y los detalles pasaron a tomar un papel secundario en esa obra que protagonizarías tú y contemplaría yo por casi tres -insuficientes- horas.
Y es que -repito- te vi. Y entendí lo enorme del asunto. Y reiteré lo que ya sabía: que una sonrisa tuya puede llevarme al cielo en un segundo, y que no conozco nada más sublime que ver cómo se reflejan nuestros ojos mutuamente. Que apenas te veo y todo alrededor se convierte prescindible.
Habrá sido tu semblante de evidente felicidad, tu manera de hablar, tu forma de demostrarme tu cariño, tu pasión por todo aquello que haces, tu seguridad, tu amabilidad, tu generosidad, tu capacidad de idealizar y soñar que todo es posible siempre y cuando se desee de corazón... o habrá sido simplemente el que siga creyendo -como desde hace tanto tiempo- que no hay mujer en este mundo que pueda representar tan perfecta y exactamente todo eso que deseo... Habrá sido lo que sea, fue todo por ti.
Y fue así como admiré tu libertad, que va más allá de ese símbolo de independencia que siempre llevas contigo... entendí tu verdad como espero nadie más lo haga... contemplé tu belleza por enésima ocasión... y me cautivó todo ese amor que solo tú puedes llegar a inspirar.
Y esa última noche, todo se me fue contigo. Y lo que no tenía contemplado en lo absoluto sigue siendo la constante de cada vez que vuelvo a pensar en ti: este necio sentimiento de melancolía que se niega a contenerse, al mismo tiempo que tu recuerdo se hace presente en cada paso que doy, en cada instante que vivo. Todo por ti. Y claro, ¿cómo negarlo?... también por ti, TODO.
Pensé en todo: comenzando por ti, con tus lindos ojos rodeados por esas finas cejas que parecen ser trazadas en el más hermoso de los lienzos; con tu nariz cuya punta quise besar, pero no podría, por riesgo a estremecerme sin cesar; con tu boca, que eventualmente tampoco me atrevería a tocar; con tu pelo que se desvanece como la más apaciguante de las cascadas y que cae hasta tus hombros que llegaría a rozar -aún con tu consentimiento- con mucha timidez.
Me preparé. Elaboré los diálogos que te diría, repasé mis líneas, sequé mis manos llenas de nerviosismo, articulé frente al espejo tratando de mejorar mi dicción, ensayé mi mirada, revisé mi vocabulario, me arreglé con la ropa que creí adecuada para la ocasión, cuidé el más mínimo detalle en mi cabello, en mi cara, en mis modales, en mis movimientos más desapercibidos; pensé en darte ese abrazo "de los que le das a las personas que quieres mucho"; analicé la posibilidad de besarte en la punta de la nariz; quizás podría tomar tu mano, quizás debía mostrarte todo mi cariño, quizás sólo lo que fuese necesario (¿cuánto es lo necesario si te quiero regalar todo?); pensé en contener la emoción y mostrarme serio y tranquilo. Consideré el mencionarte que todo allá afuera me recuerda a ti, que miles de canciones son perfectas para ti, que no basta un poema para concentrar tu esencia, que sufro cuando pienso que a mi lado faltas tú. Reflexioné en todo. En hablarte de Europa como una posibilidad, en qué tan conveniente podría ser comenzar a soñar... Pensé en cualquier escenario posible y en cómo lo debería manejar. Todo tenía que ser perfecto y suponíase debía tenerlo bajo control para ese momento.
Pero algo pasó: te vi. Y entonces olvidé el guión, perdí improvisación, mis manos sudaron de nuevo, mi lengua se trabó, bajé la mirada al suelo, mi cerebro se paralizó, mis labios se resecaron, y los detalles pasaron a tomar un papel secundario en esa obra que protagonizarías tú y contemplaría yo por casi tres -insuficientes- horas.
Y es que -repito- te vi. Y entendí lo enorme del asunto. Y reiteré lo que ya sabía: que una sonrisa tuya puede llevarme al cielo en un segundo, y que no conozco nada más sublime que ver cómo se reflejan nuestros ojos mutuamente. Que apenas te veo y todo alrededor se convierte prescindible.
Habrá sido tu semblante de evidente felicidad, tu manera de hablar, tu forma de demostrarme tu cariño, tu pasión por todo aquello que haces, tu seguridad, tu amabilidad, tu generosidad, tu capacidad de idealizar y soñar que todo es posible siempre y cuando se desee de corazón... o habrá sido simplemente el que siga creyendo -como desde hace tanto tiempo- que no hay mujer en este mundo que pueda representar tan perfecta y exactamente todo eso que deseo... Habrá sido lo que sea, fue todo por ti.
Y fue así como admiré tu libertad, que va más allá de ese símbolo de independencia que siempre llevas contigo... entendí tu verdad como espero nadie más lo haga... contemplé tu belleza por enésima ocasión... y me cautivó todo ese amor que solo tú puedes llegar a inspirar.
Y esa última noche, todo se me fue contigo. Y lo que no tenía contemplado en lo absoluto sigue siendo la constante de cada vez que vuelvo a pensar en ti: este necio sentimiento de melancolía que se niega a contenerse, al mismo tiempo que tu recuerdo se hace presente en cada paso que doy, en cada instante que vivo. Todo por ti. Y claro, ¿cómo negarlo?... también por ti, TODO.
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